Así se fotografiaba a las víctimas de asesinatos a inicios de 1900.
Puede verse la sangre, pero sólo la imaginación nos dirá que su color es de un rojo intenso...
La conciencia del mal nace con nosotros. Al nacer conocemos la orfandad, nos sentimos arrojados a un mundo extraño. Descubrimos al mal, primero, al sentirnos en un mundo inhospitalario, indiferente; después, en la agresión de los otros contra nosotros o en nuestra agresividad contra ellos. Antes conocíamos el rostro terrible de los verdugos, pero la técnica no tiene rostro (...)
El mal aparece sobre la Tierra con los hombres. Por esto es inseparable de la Historia. Lo que distingue al hombre del resto de los animales es la conciencia, más o menos clara, de ser libre. Incluso los que creen en la fatalidad, al obedecerla, realizan, en cierto modo, un acto libre. ¿O será a la inversa y cuando pensamos ser libres, obedecemos a la necesidad? No lo sé. El nudo entre libertad y fatalidad es inextricable. El secreto del mal, su misterio, está en ese nudo. Pues bien, creamos en la fatalidad o en la libertad, somos siempre responsables de nuestros actos. Por esto, nadie es inocente, ni siquiera los santos o los héroes. Por esto también es imposible acabar con el Mal: es parte del hombre, como el Bien. A diferencia de las otras criaturas terrestres, nosotros sabemos que nuestros actos son buenos o malos; de ahí que a veces tengamos remordimientos. Nuestro único recurso es reconocer la existencia de los otros, nuestros semejantes. Dañar al otro es, de alguna manera, dañarse a uno mismo. El origen de los grandes crímenes reside en la aparición de ideologías que negaron la humanidad de razas y clases enteras.
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