Espero que no se me tome a mal que empiece esta participación señalando que por nada del mundo hubiera yo asistido a una conferencia con el título de ésta. Si se toma literalmente, ¿puede decirse otra cosa que el científico es muy importante para la sociedad? Además, tal verdad de Perogrullo sonaría doblemente irrelevante en la Facultad de Ingeniería. Cuando recibí la generosa invitación a desarrollar el tema ante ustedes, mi primera reacción fue no aceptar. Desafortunadamente no pude hacerlo, porque me llegó en forma de un mensaje telefónico recibido en mi laboratorio por mi secretaria cuando yo estaba ausente.
Para organizar esta parte de mi presentación me imaginé que los organizadores me habían hecho la pregunta: “¿Cuál es la importancia social del científico en México?” y procedí a contestarla con una sola palabra: ninguna. Sin embargo, me di cuenta que se podía alcanzar mayor precisión si la respuesta se ampliaba un poco y se dividía en dos partes: el estado actual y sus causas.
No creo sorprender a nadie al afirmar que el científico no tiene ni ha tenido importancia social alguna en México a través de toda su historia. Esta afirmación no es gratuita ni exagerada: se basa en un numeroso grupo de indicadores que están a la vista de todos, especialmente de los propios científicos. De ese grupo de indicadores voy a mencionar solamente tres.
a) La ciencia no forma parte de la cultura mexicana. Por ejemplo, en el libro Cultura mexicana moderna en el siglo XVIII, publicado por Bernabé Navarro en 1964, de 221 páginas se dedican tres y media a la ciencia; en el volumen Características de la cultura nacional, publicado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM en 1969, con la participación de Leopoldo Zea, Arturo Warman, Gonzalo Aguirre Beltrán, Carlos Monsiváis y Antonio Alatorre, en 88 páginas no se menciona la palabra “ciencia” ni una sola vez; en el folleto La cultura nacional, publicado por la UNAM en 1983, con 13 ponencias en 107 páginas, la palabra “ciencia” aparece una sola vez; en el volumen Cultura clásica y cultura mexicana, de la misma institución y del mismo año, sólo una (la más breve) de las 11 conferencias se refiere a la ciencia mexicana de los siglos XVI-XVIII; en el hermoso libro Cultural nacional, publicado a todo lujo por el PRI en 1981, durante la campaña del entonces candidato Miguel de la Madrid, hay 28 breves ponencias debidas a la pluma de otros tantos insignes mexicanos, repartidas en 168 páginas bellísimamente ilustradas, en las que otra vez no se menciona la palabra “ciencia” para nada. Pero no conviene multiplicar los ejemplos para documentar algo que todos sabemos: la ciencia no forma parte de la cultura mexicana. A lo más que se ha llegado en los últimos cuatro sexenios, sobre todo en los discursos y las acciones oficiales, es a considerar a la ciencia dentro de un contexto netamente utilitarista, como uno de los recursos que debemos emplear para resolver los llamados “problemas nacionales”.
b) En el periodo 1982-1987, la inversión de México en ciencia y tecnología se redujo 60%. De acuerdo con un documento reciente de la OEA, México gastó 1400 millones de dólares en ciencia y tecnología en 1982, mientras que en 1987 el gasto en ese rubro fue de 500 millones de dólares. Aunque las cifras mencionadas podrían discutirse, lo que nadie pone en duda es el orden de magnitud de la retracción en el gasto público en el apoyo a la ciencia en la última década. Como dijo un presidente de México: “por atender a lo urgente nos hemos olvidado de lo importante”. Más recientemente, el Consejo Consultivo Científico le presentó al Presidente Salinas de Gortari un paquete de ocho medidas urgentes para preservar y reforzar a la comunidad científica mexicana, cinco de las cuales no afectaban al presupuesto y las otras tres sí, con un mono de 145 mil millones de pesos. Estas tres medidas eran la duplicación de todas las becas del SNI, la creación de un programa de estímulos para profesores de tiempo completo semejante al SNI, y la triplicación del presupuesto destinado a apoyo a proyectos de investigación. El Presidente Salinas de Gortari aprobó las ocho propuestas pero pidió paciencia para las tres que afectaban al presupuesto, en vista de que no contaba con recursos para hacerles justicia. Su argumento fue difícil de discutir, ya que ocurrió precisamente en la semana en que se otorgó el 25% de aumento salarial a los maestros normalistas del país, lo que costó 800 mil millones de pesos. Como todos los mexicanos bien nacidos apoyamos el movimiento de los maestros, los miembros del CCC no dijimos nada. Pero en relación con la importancia social del científico, que es lo que nos ocupa hoy, es obvio que la sociedad mexicana (a través de sus autoridades) decidió en este caso que el maestro normalista es más importante que el científico.
c) En el periodo 1976-1988, la remuneración promedio de los científicos ha disminuido 50%. Un estudio reciente de la Academica de la Investigación Científica revela que un investigador titular “C”, ganó 640 dólares mensuales, o sea que la UNAM me ha concedido un aumento de 3.5 dólares por año. El argumento es que si la remuneración que se percibe por el desempeño de una actividad profesional es un reflejo de la importancia que la sociedad le concede a tal actividad, la del investigador está muy por debajo de la de los futbolistas, los diputados y los banqueros, o hasta del chofer de un asesor del presidente del PRI en el DF.
Estos tres ejemplos son mucho más reveladores de la verdadera importancia social del científico en nuestro país que todas las acciones demagógicas y toda la palabrería barata con que desde hace tres sexenios se pretende oficialmente lo contrario. Un ejemplo precioso es la creación del CONACyT a principios de los 70′s, un organismo que empezó consumiendo más del 60% de su presupuesto en administración y que muy pronto (con un breve periodo en que trató de ayudar de a deveras a los científicos) se transformó primero en un botín político, después en una farsa y finalmente en una tragedia nacional, en parte por la lamentable calidad moral e intelectual de algunos de sus dirigentes y en parte por lo miserable de sus presupuestos. Otro ejemplo es el gran bombo y la efímera publicidad que se hace todos los fines de año, en ocasión de los Premios Nacionales de Ciencias y Artes: con todo ese ruido, podría pensarse que con el dinero del premio el científico galardonado podría aspirar a tomarse unas vacaciones en Europa o a comprarse un coche nuevo. La realidad es que no le alcanza ni para pasar una semana en Cancún o en Acapulco, o siquiera para cambiarle llantas a su coche viejo. El Premio Nacional de Ciencias es la máxima distinción que México concede a sus mejores científicos, el honor más elevado al que pueden aspirar los miembros de nuestra comunidad de sabios; sin embargo, su monto económico es tan bajo que surgen graves dudas sobre la verdadera importancia social que el país (a través de sus gobernantes) le concede a la ciencia.
A qué se debe que la investigación científica no tenga la menor importancia social en nuestro país? Desde luego, descarto dos de las respuestas que se han dado a esta pregunta: la primera, porque los mexicanos no tenemos la capacidad mental necesaria para hacer buena investigación (opinión expresada públicamente por un ex-Director General de CONACyT, que se creía muy gracioso); la segunda, porque los científicos de México hemos estado trabajando recluidos en una torre de marfil, interesados en asuntos esotéricos o relacionados con la ciencia internacional, pero siempre alejados de los verdaderos “problemas nacionales” (postura sostenida por políticos de segunda, periodistas, locutores de la televisión y otros expertos semejantes).
Para comprender las causas de nuestro subdesarrollo científico conviene examinar la historia de México desde sus orígenes, o sea a partir del encuentro de las culturas mesoamericanas con la europea, a fines del siglo 15 y principios del 16, y desde entonces hasta nuestros días. Tal encuentro ocurrió entre distintos grupos culturales de Mesoamérica (mexicas, chichimecas, tlaxcaltecas, zapotecas, mayas) y España, en el mismo año en que la Madre Patria culminaba la reconquista de su territorio y expulsaba de él no sólo a los últimos árabes sino a todos los judíos sefaraditas, en un intento de recuperar también el control de su economía. En esos años ya se sentían en Europa los inicios del renacimiento artístico y humanista, de la reforma religiosa y de la revolución científica, que finalmente lograron transformar al mundo de medieval en moderno. Las nuevas corrientes ponían en duda el derecho divino de reyes y papas al poder, la autoridad de las Sagradas Escrituras y la desigualdad esencial y hereditaria de la sociedad, oponiéndose a la esclavitud y afirmando la libertad como un derecho inalienable de todos los hombres. Ante la oportunidad de escoger entre la modernidad y el medioevo, España se inclinó por este último y se convirtió en la campeona de la fe católica romana y de la monarquía hereditaria, combatiendo ferozmente a todas las ideas que pudieran apartarla de su antigua estructura. Fue con ese espíritu mesiánico medieval que se realizó la conquista de los pueblos mesoamericanos y se establecieron las colonias de la Nueva España, que de nueva sólo tuvo la geografía.
Durante los tres siglos de dominación española, la Madre Patria vigiló con celo y atingencia que no llegaran a sus colonias de la Nueva España las ideas herejes, antimonárquicas y liberales que se diseminaron en el resto de Europa, con resultados tan abominables como la diseminación del protestantismo, el crecimiento de la actitud inquisitiva e irreverente de la ciencia, y la abolición de la monarquía y de la esclavitud, conquistadas por la revolución francesa para todos los hombres del mundo en 1789. Con el apoyo de la Santa Inquisición, España cerró sus fronteras y las de sus colonias a todas esas influencias perniciosas, usando el potro y la hoguera para eliminar a los convertidos y amedrentar a los interesados. Pero todo el que pelea contra el tiempo y el curso de la historia está destinado a perder: a principios del siglo 19 la filtración de la modernidad a través de los burdos retenes medievales de la colonia era ya generalizada y en unos cuantos años generó tal descontento que la Nueva España entró en guerras de independencia casi simultáneas a lo largo de todo el continente, de las que fueron surgiendo los países latinoamericanos. Durante toda la colonia, las humanidades y las artes pudieron desarrollarse con libertad, tal como ocurría en la Madre Patria, siempre y cuando no estuvieran comprometidas ni política ni filosóficamente con ideas reformistas o antidogmáticas.
Con la culminación de la guerra de independencia México nació como país libre pero no tranquilo: todo el resto del siglo 19 y la primera tercera parte del siglo 20 el país sufrió varias invasiones, dos imperios, levantamientos militares, la pérdida de más de la mitad de su territorio, muchas revoluciones, una dictadura de 30 años, y una revolución más, antes de alcanzar la paz social. Hasta entonces, cuando se apagó el escándalo de las ametralladoras y se sedimentó el polvo levantado por los cascos de los caballos, se dio la oportunidad para que se iniciara el desarrollo de la ciencia mexicana. Como todos sabemos, esto apenas ocurrió hace menos de 60 años. En un lapso tan breve era improbable que una estructura tan diferente y (en apariencia) tan opuesta a los valores tradicionales del medioevo (Dios y Rey), que todavía están tan profundamente arraigados en nuestra cultura, pudiera incorporarse a la cultura del país. Más bien creo que debemos felicitarnos de que, dadas las difíciles circunstancias históricas y sociales mencionadas, México ya cuente en la actualidad con la comunidad científica que tiene. Somos muy pocos y todavía no se nos concede importancia social alguna. Pero ya estamos aquí, y si persistimos en afirmar nuestra presencia y seguimos el mandato bíblico: “Creced y multiplicaos”, estaremos del lado de la historia.
Publicado originalmente en la revista Nexos.
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